Paco Hernández

Francisco Hernández Avilés.

Ser exalumno de la Fundación*

Por Francisco Hernández Avilés.

Texto publicado el 1 de octubre de 2000 en El Boletín No. 1

En 1971, con seis años de edad, ingresé a preprimaria. Atravesé la puerta plateada y me formé con otros cientos de niños en un patio gigantesco. Esta sería mi escuela durante los siguientes diez años. Y casi veinte después de haber terminado la secundaria, me sigue asombrando la enorme influencia que tiene en mi vida el haber sido alumno de la Fundación Mier Pesado.

Debería comenzar este texto elogiando a la escuela, pero los textos laudatorios suenan mejor en voz alta, los lunes en los honores a la bandera, con escolta, banda de guerra, y todos tomando distancia, Además, las alabanzas casi siempre resultan superficiales. Simplemente haré un recorrido en memoria, y espero que coincidamos en lo fundamental.

Algo recuerdo de la primaria. Me acuerdo de que cuando llegué con mi madre a conocer al director de la escuela, éste me dio la mano a mí diciendo: “Aquí lo importante son los niños”. Es el mismo director que, generoso, cubría de obsequios el escritorio del salón cada vez que nos entregaba calificaciones. El severo director que se indignaba cuando tomabas la boleta con la mano equivocada y el amoroso director que te sonreía y te consolaba cuando tenías una mala jornada. Pasado el tiempo, fue el director enfermo al que le lloramos mil alumnos formados en el patio. Me acuerdo de este hombre bueno, Emilio Reversat.

Me acuerdo muy bien de los partidos jugados contra las escuelas ricas, el Simón, el Cristóbal… cuyos alumnos bajaban de sus camiones con diez balones, pants y zapatos importados. Y sus rivales, los de casquete corto y camisa azul, con un balón, que era el de los recreos, los despedían, casi siempre, con una goleada.

También recuerdo los concursos de música, de coros, pero sobre todo, los de fonomímica y declamación. Los motivos del lobo, El Brindis del Bohemio, Garrik, La Guaja e incluso el tristísimo Por qué me quité del vicio, se repartían en las mejores voces de la escuela y hasta los maestros derramaban alguna lágrima, a escondidas.

Inolvidables también las tablas gimnásticas del 10 de mayo, los desfiles de septiembre recorriendo avenida Hidalgo hasta Francisco Sosa, los concursos del periódico, las salidas de los pequeños a Chapultepec y las de los grandes al Nevado de Toluca, la papelería del maestro Robles, ése, el que te pedía llenar de números romanos tus block esquela. Y todas esas personas que parecían estar sembradas en la escuela desde siempre: Bruno, Chimino, Don José y Don Vicente (¿eran gemelos?), el señor de la peluquería, las monjitas que vivían allá por los desayunos y tantos otros.

¿Y los maestros? Me acuerdo de todos. De los que empezaban sus carreras como profesores y de los que cumplían treinta años de servicio. Mencionaré sólo dos de mi generación, entre muchos excelentes: el maestro Arévalo, mi maestro de español, con su “Vida, nada me debes, vida estamos en paz”; y el hermano Sanabria, mi maestro de inglés: “Conteste Uriarte… Loera… Hernández… González… Banca… Silla… Ventana…” Hombres de inmensa vocación, ética y talento. Realmente nunca se murieron.

¿Y no hubo cosas tristes? Sí, las hubo, alguna injusticia deportiva o académica, algún castigo exagerado, alguna promesa no cumplida… por eso quedamos en que esto no iba a ser una apología de la Mier y Pesado. Esta escuela merece algo mucho más importante, mucho más profundo, que un elogio.

La Mier es una parte de nuestra vida, de nuestra infancia y de nuestra madurez, de nuestras actitudes y de nuestros valores, fueron diez años de construcción de una manera de ser que con los años he aprendido que sí es diferente a las que tienen muchachos salidos de otras escuelas. Cada exalumno sabe qué nos distingue.

Haber estudiado en la Mier y Pesado nos involucra con casi cien años de una manera muy particular de concebir la educación, en donde las palabras orden, disciplina, carácter, salud y creatividad sostienen lo que somos. Aunque no nos guste, queramos o no, nuestro molde es una camisa azul, pantalón blanco y casquete corto; y todo lo que eso significa.

A veinte años de salir de la secundaria mis compañeros de generación son mis mejores amigos. Tal vez todo lo bueno y todo lo malo que vivimos en esta escuela nos marcó tanto que nuestra idea de la vida tiene muchas coincidencias. Creo que lo mismo sucede con otras generaciones. Por esto, principalmente, por la enorme amistad que construimos, por sentirme parte de algo bueno, porque sé que puedo confiar en cualquier compañero egresado de este colegio, me nombro con orgullo exalumno de la Fundación Mier y Pesado.

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